4.1.1.16.4 El poema “Últimos días de una casa”, 1958, Dulce María Loynaz
De 1958 data el poema “Últimos días de una casa”, largo texto en versos cuya estructura se asienta en el recurso poético de la personificación, de una vieja casona pronta a ser abandonada. El sujeto lírico se duele del abandono, de tanta vida que se escabulle ya en la sombra del pasado, dejando solo un polvo pertinaz, un vacío atemorizante en tanto quizás sempiterno.
Resulta coincidente que el texto se haya escrito precisamente en 1958, donde se avizoraba el fin de un sistema de vida, en que la casa se erige como posible símbolo de aquello que debía destruirse para construir sobre sus cimientos un orden nuevo; aunque está lectura no parece justificada sino por el año, la inminencia de algo impreciso que se teme, junto al instinto de conservación de lo viejo, quizás extrapolado a esferas de significación que no se atienen al simple propósito de la Loynaz.
En un nivel más recto de lectura, se aprecia una especia de transustanciación de la poetisa en el ámbito vivo de la casa, que remite quizás a su hogar o al recinto encastillado de su yo, amenazado por quien sabe que contingencias. Sin embargo el carácter polisémico de la poesía permite que convivan incluso exégesis contrapuestas, pero sin obviar que las paredes podían ser cuerpo del alma de la poetisa.
En el texto se manifiesta un tono o más bien un afán coloquial más acentuado que en producciones anteriores, además de que la sencillez lexical denota que la comunicación importa per se. Resulta interesante, desde la interpretación de la casa como símbolo del yo de la poetisa, la sensación de que el aislamiento es involuntario, provocado por el alejamiento de los demás, mientras ella no había depuesto su calidez interior.
El poema culmina con los siguientes versos:
“Los hombres son y sólo ellos,
los de mejor arcilla que la mía,
cuya codicia pudo más
que la necesidad de retenerme.
Y fui vendida al fin,
porque llegué a valer tanto en sus cuentas,
que no valía nada en su ternura…
Y si no valgo en ella, nada valgo…
Y es hora de morir.”
La disposición de la casa y los objetos en su interior, incluso el polvo que le llueve, constituyen resortes que activan la memoria y a través de los cuales desfilan imágenes de la historia familiar, reconstruyendo un tiempo que no es ya lineal sino que por efecto de la coexistencia espacial de sus resortes, deviene único, anamnesis que se desea borrar y que solo puede anularse con la propia muerte.