4.1.1.17.3 El poemario “Sabor eterno”, de 1939, grandes elegías de Emilio Ballagas (1908 – 1954)


Este poemario, si bien no todos los estudiosos lo consideran el más importante del poeta, sí lo es en cuanto a emocionalidad creadora trascendente, el conflicto existencial de Ballagas llega aquí a su clímax y ello se plasma con un lirismo de alta factura. La conjunción entre la hondura de la emoción y la altura estética de las elegías resulta una de las mejores logradas de nuestra lírica, sobre todo por su alta carga vivencial.

En la primera edición de este poemario estaban también contenidos los versos de “Blancolvido”, los cuales excluyó después. Estos se integran al poemario en su acogida de los aires renovadores, de los cuales fue receptador en su afán de ensanchar los lindes de la poesía, llegar a una libertad espiritual solo posible en el verso, aun no “perverso” por una moral social coercitiva de sus pulsiones vitales.

Sin embargo el panorama existencial y poético de Ballagas se enturbia –en este último sentido para bien de su lírica y la poesía cubana en general- en “Sabor eterno”, la fruición da paso a una honda angustia ante la imposibilidad de realización en el plano carnal de sus apetencias, de su pasión avasalladora que se manifiesta en una “Elegía sin nombre” y “Nocturno y elegía”.

La religiosidad constituye un tono del poemario, el hondo conflicto derivado de su pasión de signo proscrito emerge con tonos neorrománticos a través de la expansión de un yo que no soporta más la negación y necesita verter en una lírica de sonoridades antes hueras toda la intensidad emocional de su encuentro y su conflicto.

Sin embargo, el conflicto entre la religiosidad y la pasión homoerótica se resuelve:

“Iba yo. Tú venías,
aunque tu cuerpo bello reposara tendido.
Tú avanzabas, amor, te empujaba el destino,
como empuja a las velas el titánico viento de hombres
estremecidos.
Te empujaban la vida, y la tierra, y la muerte
y unas manos que pueden más que nosotros mismos:
unas manos que pueden unirnos y arrancarnos
y frotar nuestros ojos con el zumo de anémonas…”

Se trasluce aquí que el poeta ha interpretado la aparición del amado como signo de la divinidad, enviado que sacia con su belleza el ideal estético de Ballagas. En los poemas anteriores del libro se aprecia una intermitente expectación, patente en los versos de “Poema impaciente”, donde el diálogo evidentemente no se establece con la divinidad sino que alude a anhelos que solo pueden ser satisfechos en el lapso de la vida, que la muerte puede truncar.

En este poemario los conflictos teológicos ceden ante los temores de no encontrar, de no tener, de perder al amado. El sentimiento, la pulsión, han crecido en intensidad a medida que aumenta la potencia de la censura y resulta significativo que ambas elegías constituyan piezas de altísima relevancia para nuestra lírica, superiores en muchos sentidos a la gran mayoría de los poemas de tema amoroso de tradicional contenido heterosexual.

Luis Alvárez considera como descubrimiento cabal de “Sabor eterno”: “el hombre se perpetúa no en el amor, la poesía o la memoria, sino en el conjunto esencial de su tránsito por la vida, agrazmente delineada en la luz de la existencia cotidiana, en la cual la única actitud realmente humana es afrontar el dolor con sobria dignidad. El sentido teleológico del hombre es esa continuidad, capaz de trascender al yo, y de proyectarse con decoro en el conjunto profundo y misterioso de la vida”

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