4.1.1.15.3 El libro de poemas “Reino”, 1938, de Eugenio Florit (1903 – 1999)


El poemario “Reino”, fue calificado por Roberto Fernández Retamar como obra perfecta, en ella el poeta plasma su peculiar relación con el entorno, una aprehensión sensitiva del espacio de la naturaleza, cuya vida se funde con la del poeta, entidad única de lo creado en cierto modo para acceder a lo divino con un sentido de la totalidad, re-creada por el poeta.

En muchos de estos poemas se aprecia un ego no solo participante sino incorporado al transcurrir de su ámbito, con cierto halo neorromántico; el poeta opta por la distante evocación en su afán de ahondar, de fundirse con el objeto desde un viaje poético que va arrancando las cáscaras sucesivas en que se esconde la verdad del ser, verdad de los sentidos despojados de sí, donde el ser se funde con aquello más alto, seguramente una u otra concepción del dios.

El siguiente poema ilustra el ansia de aniquilamiento, no trágica sino en su más alto sentido amante –no solo poseer, sino transmutar en lo amado- y en la que se refleja una óptica particular de la muerte. En este poemario el poeta abre un tanto las estructuras versales, sale de su crisálida poética para incursionar en la otredad, hasta el momento su entorno pero después crecería la necesidad de un interlocutor imaginario aunque sea para devolver los ecos del poema.

El siguiente texto apunta hacia la citada comunión física y espiritual con la naturaleza:

“Cuando sea la tierra mi pan y mi vino,
habré encontrado el sueño para siempre.
Todo un sueño de siglos, de primaveras
y de inviernos
que pasarán sobre mis huesos fríos.

Y así estará mi jugo de poeta
vertiéndose en regatos interiores
para salir al sol en aguas cristalinas”

A través de todas las piezas se aprecia un lirismo de palabras que giran sobre sí mismas, de cierto influjo neorromántico y a la vez que de un intimismo desprovisto de la exaltación del primer romanticismo, el sentido religioso – trascendente que le otorga a la poesía está también en las indagaciones en torno al amor, el culto hacia la mujer, desde una visión idealizada.

Al igual que en el poemario anterior, el tópico de la muerte vuelve a ser tratado, asociado íntimamente a lo divino acogedor, la ruptura de la polaridad cielo – tierra, que se insinúa al asociar la muerte con la divinidad, caras de una misma moneda que el poeta deja correr a lo largo de su trayectoria poética. El siguiente soneto alude además a cierta serenidad conquistada, silencio y muerte como ideal:

“Para ti la canción, águila herida,
cisne de los crepúsculos sangrientos,
pétalo de la flor estremecida
por el abrazo de los vientos.

Para ti, cielo gris de la mañana
vacío de la alondra y la amapola,
y para ti, noche de voz lejana,
de corazón sin fe, de alma sola.

Ya no baja el cristal de mi poesía
una gota de ardor, desde el venero
de la nieve de ayer, hoy solo mía.

Ay, que poco me falta para verte,
hora de paz, silencio verdadero,
generosa caricia de la muerte.”

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