4.1.1.28 El cultivo de la poesía negra en Cuba en la primera mitad del siglo XX, rasgos y poetas esenciales


Lo que hemos denominado “poesía negra” recibió además los calificativos de poesía negrista, mulata y afroamericana, en esencia refiriéndose a una zona de la poesía cubana, no desvinculada del discurso poético americano hacia el Norte y el Sur de Cuba, que plasmaba el universo social y cultural propio de esta raza, a veces desde lo más exterior pero también ahondado en la esencia del transcurrir de la vida en los solares habaneros.

Desde el punto de vista histórico esta corriente engarza con el criollismo, en tanto afianza sus raíces en la vida de un sector del pueblo; sin embargo reivindica el silencio de aquella con respecto al sufrimiento propio de la esclavitud y a la vez los florecimientos vitales y culturales que tenían lugar a pesar del cepo y el látigo, la rica raigambre africana que alimentaba la supervivencia en un mundo completamente hostil.

En cuanto a la hechura poética propia de la poesía negra, esta se basa en una peculiar concepción del ritmo, asociado a las manifestaciones populares musicales y danzarías propias de este grupo étnico en Cuba, rumba, conga, instrumentos musicales asociadas a la fantástica percusión, incluso a veces personificados, empleo de onomatopeyas iterativas que reproducen lo fónico de estos instrumentos, incluso jitanjáforas, desde una concepción más amplia de estas.

La prosodia española es deformada para ser trasunto del habla popular de los negros, a veces con un sentido de comicidad pero también en algunos casos como una velada denuncia de la situación de este grupo social, marginado de recibir a veces la más elemental instrucción, en lo cual se conjugan la precariedad económica y la discriminación racial.

El habla del negro y lo infantil se conjugan en balbuceos contentivos de una tierna empatía; a la vez, la sensualidad de la mujer negra emerge con toda su fuerza desde la referencia a determinadas zonas del cuerpo, al bamboleo de su movimiento, a veces con matices eróticos y el papel de madre, todo lo cual confluye en íconos de belleza que tratan de sobrevivir a oleadas culturales de origen europeo y norteamericano, incluso se alaba la belleza negra pura, aunque sin desdeñar el mestizaje, lo cual conduciría después a una significativa apuesta por el ajiaco en la piel y en la cultura.

Las evocaciones religiosas, sobre todo de la tradición yoruba, están también presentes, completando un rico panorama poético que aunque posee algunas notas pintoresquistas, algunos de sus hacedores calan un poco más hondo al percibir y lanzar al flujo de la poesía cubana el transmutado testimonio lírico de este asunto.

Entre los cultivadores del género descuella la figura esencial de Nicolás Guillén, único que de veras llegó a degustar y transmitir la médula de sus esencias, más allá de la “moda” que en cierto sentido significó el cultivo de esta variante poética.

Emilio Ballagas fue el otro cultivador de más calado, sorprendente en cuanto a empatía poética pues sus circunstancias personales, el color blanco de su piel, no tenían demasiados asideros en lo oscuro luminoso de la negritud cubana. Ramón Guirao y José Z. Tallet también fueron importantes precursores, a ellos se suman otros que desde una zona más o menos periférica intentaron su homenaje a uno de los sectores sociales más preteridos.

El pintor Jorge Arche Silva (1905 – 1956), sus aportes a las Artes Plásticas cubanas
La obra plástica de Enrique Caravia y Montenegro (1905 – 1992)
Wilfredo Oscar de la Concepción Lam y Castillo (1902 – 1982), la trascendencia de su obra plástica
El escultor Teodoro Ramos Blanco (1902 – 1972), su obra
La obra plástica de Gumersindo Barea y García (1901 – ?)
El pintor Carlos Enríquez Gómez (1900 – 1957), un exponente imprescindible de las artes plásticas cubanas
La obra del escultor Juan José Sicre y Vélez (1898 – ?)
La obra del pintor y arquitecto Augusto García Menocal y Córdova (1899 – ?)