Al arribo de los hispanos a la América, ya había en Europa esclavos negros, llevados allí por traficantes de diversas nacionalidades tales como españoles y portugueses.

En los inicios de la colonización en Cuba los aborígenes fueron obligados a trabajar como esclavos, en la búsqueda de oro y plata. Como consecuencia de los abusos y maltratos a los que fueron sometidos y de las epidemias como la viruela y el sarampión que padecieron, la población aborigen fue aniquilada en un período de tiempo relativamente corto. La extinción de los indígenas favoreció a que el tráfico esclavista adquiriera un mayor auge, teniendo lugar desde el comienzo de la conquista e imperando hasta el primer tercio del Siglo XVIII en Cuba. El ingreso masivo de africanos a nuestro país se inició a finales de Siglo XVI.

Trabajos de los esclavos africanos en Cuba.La mayoría de los negros africanos fueron traídos en calidad de esclavos mediante la trata negrera, siendo la razón fundamental el aspecto económico, ya que las industrias coloniales establecidas en el país requerían de gran cantidad de fuerzas de trabajo.

A los esclavos se les agrupó en los llamados cabildos, mediante estos se impedían las relaciones entre los distintos grupos étnicos africanos, con el propósito de que cada nación conservara su cultura original y evitando de esta manera las posibles mezclas entre ellas.

Los grupos étnicos africanos que poblaron el archipiélago cubano, se encuentran conformados por cuatro culturas principales como la yoruba o lucumí, los grupos congos o bantúes, la cultura carabalí y la cultura arará. Las culturas que mayor influencia ejercieron para la formación la música cubana fueron la yoruba, la bantú y la abakuá.

Toda música tiene una trascendencia social, de la sociedad adquiere sus timbres, ritmos y melodías. El negro africano procedente de disímiles grupos culturales influyó y enriqueció en gran medida la música cubana debido a que dicha población constituyó durante siglos la capa básica de nuestra sociedad.

Influencia africana en nuestro paísConsecuencia del comercio esclavista en América, desde principios del Siglo XVI en Cuba miles de africanos desembarcaron en las costas de nuestro archipiélago, hombres y mujeres con su variedad de lenguas, nacionalidades, culturas, ritos y costumbres transformaron cada una de las regiones que pisaron, labrando de esta forma la cultura musical de Cuba. La comunidad negra hizo de la expresión musical, un espacio de supervivencia moral desde sus primeros establecimientos.

Instrumentos musicales de la influencia africana en CubaEn las Músicas Folklóricas Cubanas, que no son más que el fruto de la fusión de elementos de antecedentes africanos y euroasiáticos, sobresalieron los primeros, porque durante siglos la población de origen africano fue la masa básica “folk” de nuestra sociedad. En la época en que brota la nacionalidad cubana, estos habitantes constituían más de la mitad de los pobladores de la Isla y controló durante siglos la profesión de músicos, una de las irrisorias posibilidades de ascensión social con que contaban las clases libres de origen africano durante el régimen esclavista.

Grandemente influenciada por las raíces africanas de la nacionalidad cubana, la música en Cuba tuvo un gran desarrollo gracias a los músicos populares pardos y morenos. Las raíces africanas en la música cubana ocupan un innegable valor en la formación de nuestra cultura. La música tradicional afrocubana posee orígenes religiosos, en tanto la música ritual yoruba, conga y abakuá tiene evidentes nexos con las formas y contenidos que se encuentran en géneros de la música popular cubana como la rumba y el son.
Las ricas tradiciones orales africanas son inmortalizadas en Cuba, de la misma manera que se perpetúa la colección de sus mitologías ancestrales con sus prácticas ceremoniales donde cantos, danzas y el sagrado lenguaje del tambor, son instrumentos de una compleja comunicación.

En varias zonas urbanas y rurales del Oriente cubano desde Camagüey hasta Guantánamo se cultiva en la actualidad una ceremonia denominada “Espiritismo de Cordón” que tiene sus antecedentes en el Areíto de los indígenas cubanos.

En el libro “Huellas vivas del indocubano” de los autores José Antonio García Molina, Mercedes Garrido Mazorra y Daisy Fariñas Gutiérrez se demuestra que el legado indígena en Cuba, materializado en el Areíto se conserva hoy en día y es herencia espiritual del cubano de hoy. Se explica que durante las cinco etapas de la ceremonia que cuenta con un guía los participantes tomados de las manos, hacen un círculo en el que colocan en el centro a los aquejados para conocer de sus padecimientos e invocan a los antepasados su curación.

En el material también aparecen 73 muestras musicales impresas por primera vez después de ser grabadas.

El Areíto en la actualidadEl descubrimiento del origen de la ceremonia “Espiritismo de Cordón”, hasta ahora desconocido incluso para el prestigioso etnólogo cubano Fernando Ortiz (quien la estudió durante 1948-50 sin determinar su procedencia), constituye un aporte a los estudios de la identidad cultural cubana, ya que hasta el presente no había constancia de la existencia de alguna expresión contundente de la cultura espiritual indígena cubana en la población actual.

MayohuacánEn el Areíto, los aborígenes cubanos utilizaron como instrumentos musicales los caracoles, flautas de hueso, sonajas, conchas marinas, el idiófono conocido como Mayohuacán, el guamo o fotuto y las maracas talladas de madera.

El Mayohuacán constituyó el principal instrumento para los aborígenes. Era un tambor de forma cilíndrica, sin membrana, con unas ranuras en el centro, que percutían con dos baquetas, y estaba consagrado al dios Huracán, divinidad muy temida por los indocubanos. Se tocaba durante casi todas las canciones de los aborígenes y se fabricaba del tronco de árboles gruesos. Era un instrumento sagrado y no es difícil asumir que los nativos lo esculpían y pintaban.

El FotutoEl fotuto, también llamado guamo, era un instrumento de viento hecho de la concha de un caracol marino, que los primitivos habitantes de Cuba usaban para comunicarse y hacer música. Consiste en un caracol marino, grande, en forma de tubo, al que se le rompía el extremo de la espiral, para soplar por él, produciéndose sonidos roncos, de gran volumen.

Las maracas de los aborígenes cubanos eran sonajeros, en su mayoría fabricados de pequeños higüeros vacíos con mangos de palos incorporados, a veces esculpidos de madera. Las maracas usadas por los behiques para los ritos religiosos, aparentemente tenían una sola bola de madera adentro—de hecho, la maraca del behique se esculpía de una sola pieza completamente de madera, incluyendo el mango. Las que usaban los músicos aborígenes quizás eran más parecidas a las modernas, y es probable que usaran dos a la vez, como la mayoría de los percusionistas contemporáneos.

Las narraciones y testimonios de los cronistas de la época, nos han permitido conocer la importancia que ocupó el Areíto como la expresión colectiva aborigen de mayor relevancia. En esta ceremonia mágico-religiosa de los aborígenes cubanos se mezclaban la música, la danza, el canto, los ritos y la tradición oral.

La palabra Areíto proviene del arauco aerin, que significa ensayar y recitar. Se cantaba y bailaba en colectivo durante un tiempo prolongado. El canto tenía una estructura dialogal, donde existe una copla y un estribillo. Las danzas eran miméticas y tenían un carácter ritual. Al solista o guía se le llamaba Tequina en lenguaje indígena, este era quien iniciaba el canto.

Según la descripción del antropólogo cubano Fernando Ortiz: “Los areítos eran la compleja forma que tomaba entre los indios el fenómenos social que hoy decimos fiesta, la cual era entre ellos una institución de gran importancia. No solamente como goce de un excitante placer colectivo que enfocaba los anhelos y energías del grupo humano durante el tiempo de la espera y de la realización.

Festejos del AreítoEra una ocasión de establecer y estrechar relaciones no solo entre los miembros indígenas de la misma tribu, sino entre las alienígenas o de tribus vecinas; y asimismo, entre las autoridades y los gobernados.

El areíto era también una importante función social de sentido económico. Ante todo, porque era la manera de formalizar el concierto de las fuerzas individuales para una empresa de trabajo colectivo, como la tumba de monte, la siembra, la fabricación de un casa, de un templo, de un batey, de un pueblo o de una gran canoa, la realización de una gran ceremonia sacro mágica que asegurase las cosechas o las lluvias y ahuyentase los desastres como el huracán, etc.

En el Areíto los aborígenes cubanos utilizaron diversos instrumentos musicales para acompañarse.

En Cuba ya existía presencia humana cuatro milenos antes de la llegada de Cristóbal Colón en 1492, consecuencia de diversos procesos migratorios. En aquel momento poblaban la isla cien mil indígenas cubanos con asentamientos que poseían distintos niveles de desarrollo social y cultural.

El archipiélago cubano estaba habitado por varios grupos étnico denominados: Mayarí, Guahatabeyes, Siboneyes y Taínos, siendo estos últimos los más desarrollados.

Estos grupos étnicos cubanos se clasificaron atendiendo a sus actividades económicas fundamentales:

Recolectores – Cazadores – Pescadores: Eran los más antiguos y atrasados. Practicaban la pesca y la recolección. Fabricaban sus instrumentos de trabajo con las conchas de grandes moluscos. Contrastando con otro grupo que además de dichas actividades se dedicaban a la caza y poseían instrumentos de piedra pulida.

Agricultores – Ceramistas: En comparación con los Recolectores – Cazadores – Pescadores, este grupo era más avanzado. Practicaban la agricultura, siendo su principal cultivo la yuca, con la que fabricaban el casabe, alimento que podía consumirse en el momento o conservarse. Confeccionaban objetos y recipientes de cerámica y poseían una variedad de instrumentos elaborados con piedras pulidas y conchas.

A principios del siglo XVI, momento en que el conquistador Diego Velásquez inicia la invasión de la isla de Cuba, los españoles encontraron a su paso muestras de una expresión donde se aunaba el teatro, el canto, la pantomima y la danza, a la que los nativos cubanos llamaban Areíto.

Los aborígenes cubanos tenían música, instrumentos, bailes y cantos. Lamentablemente hasta nuestros días ha llegado poco de dichas manifestaciones artísticas cubanas.

La percepción musical que tenemos hoy de los habitantes precolombinos de Cuba (llamados aborígenes, indígenas o incorrectamente indios) viene a nosotros a través de los relatos de los conquistadores, llamados Cronistas de las Indias, por lo que está matizada por la visión europea – cristiana de los mismos.

Según la información que aportan las Crónicas de Indias podemos conocer hoy de las ceremonias donde aparecían la danza y la música: ” Así los encontramos para rogar por la victoria militar o danzas guerreras; las fúnebres, para pedir la felicidad de los muertos; las nupciales, rogando por la dicha de los contrayentes, las de agradecimientos por las buenas cosechas y las de ruego para pedir lluvia, buena caza, abundancia de frutos de recolección u otros beneficios de la naturaleza, entre las que se encuentran la ceremonia de la yuca y el maíz”.1

Fernández de Oviedo recoge algunos aspectos significativos del contenido de los cantos:
“… en su cantar dicen sus memoriase historias passadas y en estos cantares relatan de la manera que murieron los caciques passados, y quántos y quáles fueron, é otras cosas que ellos quieren que no se olviden. Algunas veces se remudan aquellos guias ó maestros de la danca; y mudando el tono y el contrapás prosiguen en la misma historia, ó dice otra (si la primera se acabó), en el mismo son ú otro.” 2

La música aborigen cubana constituyó un medio de comunicación mágico-religiosa, los aborígenes aspiraban a dialogar con fuerzas invisibles para facilitar el logro de sus propósitos mágicos.

1 Luis Alfaro Salazar y Antonio J. Vargas. Prehistoria de Venezuela, página 210.
http://www.monografias.com/trabajos17/musica-danza-aborigenes/musica-danza-aborigenes.shtml

2 Oviedo. Historia General y Natural de las Indias, Tomo I, páginas 127-128.

La vida del Cucalambé estuvo signada por su pertenencia al pueblo, al que rindió tributo y dedicó la ofrenda de sus versos. En su tiempo fue considerado un epígono de José Fornaris, aunque en la historiografía y la propia creación literaria la voz de Fornaris no ha tenido prácticamente resonancias y la obra cucalambeana en cambio constituye savia viva que todavía fecunda la poesía popular, inscrita definitivamente en la simiente espiritual de la lírica cubana.

Roberto Manzano se refiere al Cucalambé: “Poeta de Tierra Adentro, Juan Cristóbal Nápoles Fajardo es la voz del campesino que nos constituyó medularmente como pueblo y la del espíritu crítico del ciudadano que anhela mejor vida (…) Entró en el nativismo como quien esperaba una voz para desembridar su alma de un modo que nadie lo pudo ya superar: su labor es la representación suprema del guajiro, y si ha habido entre nosotros una utopía estética que ejerciera una influencia eficaz sobre sus lectores, al punto en que no es bien discernible en que los refractaba o modelaba, fueron sus llamados cantos cubanos, que pasaron con naturalidad y prontitud de sus labios al corazón del pueblo.”

Sin embargo, el impacto de su obra no fue tan inmediato, aunque profundo y sostenido a través de los vaivenes del tiempo. En 1857 publicó su poemario “Rumores del Hórmigo”, concebido también como homenaje a José Fornaris y la propia poesía nativista, y este no alcanzó la popularidad de que habían gozado las obras de Fornaris, a pesar de un cincelado artístico superior.

La obra del Cucalambé está signada por un trabajo estilístico aclimatado a la sencillez del verso, donde confluyen varias dualidades, una de ellas es la efectiva simbiosis, sin fracturas, de lo popular y lo culto en una expresión depurada pero no artificiosa; ya se ha apuntado la imbricación en su poética de las corrientes siboneyista y criollista, a la vez que incursiona en la cultura rural con verosimilitud pero incorporándole una sana dosis de utopía.

Confluyen asimismo en su particular cosmovisión elementos de las dos generaciones románticas, movimiento al cual se adscribió abiertamente y plasmó en su metapoética:

“¿Tú piensas, amigo sincero,
Tú juzgas, amigo cándido,
Que yo cursé la poética
Para llorar como Heráclito?

¡No, en mis días! Un estólido
Quiero ser más bien, o un pájaro
Al son de mi ruda cítara,
Que ostentar numen pindárico.

“Que cultiven ese género
Los que como tú son clásicos,
No yo, que vivo con ínfulas
Y ribetes de romántico.”

El Cucalambé no despertó la inspiración de poetas posteriores del ámbito culto, sin embargo su legado quedó en el pueblo y allí si contó con epígonos que desarrollaron sus líneas expresivas si atenerse estrictamente a ellas. Entre sus aportes se señala como el más trascendente la definitiva cubanización de la décima, al adaptarla como continente estético al contenido de lo identitario cubano, pasando por expresiones lingüísticas puramente insulares, si es que puede hablarse de pureza en literatura y sobre todo en el contexto de Cuba.

Uno de sus poemas emblemáticos, Hatuey y Guarina, se sumerge en el amor de estas dos figuras pero también reivindica la absoluta legitimidad de la resistencia de los aborígenes a la conquista, a la vez que sugiere un llamado implícito a iniciar nuevamente la lucha: ““!Oh Guarina! ¡Guerra, guerra / Contra esa perversa raza / Que hoy incendiar amenaza / Mi fértil y virgen tierra.”

La poesía cucalambeana, inmersa en la corriente nativista, se adentra en la raigambre espiritual de la nación cubana, la cultura aborigen incontaminada de occidentalismo en la etapa prehispánica, y desde allí apunta hacia la supresión de lo español en la independencia y un potencial retorno a los orígenes. Sobre su desaparición y muerte se ha conjeturado mucho, pero los indicios apuntan a que fue asesinado por causas políticas.

Sin adentrarse en la zona existencialista de su poesía, puede concluirse con estos versos que hacen intuir la firmeza simbólica del poeta ente el destino:

“!Oh mundo! Mar extendido
Donde hay tantos que navegan
E indiferentes le niegan
Protección al desvalido.
Continúa embravecido,
Arrastra mil banderolas,
Que yo admirándote a solas
Con un entusiasmo extremo
A ti me lanzo y no temo
Que me envuelvas con tus olas”

José Fornaris, aunque no descolló por la calidad estética de sus obras ni por la hondura conceptual o sentimental, tiene entre sus méritos haber sido el autor del que muchos consideran el libro más importante de la vertiente poética nativista: “Cantos del Siboney”, que recibió muy buena acogida por el público, calificado incluso por Ambrosio Fornet como el primer best-seller cubano.

Su poética sigue el curso de la corriente romántica, la retórica artificiosa de la primera etapa, junto a una facilidad versal en ocasiones desustanciada, se percibe en las piezas poéticas de su creación; aunque eventualmente se despoja de estos elementos y alcanza una sencillez en la expresión más próxima a la segunda generación romántica.

Fue un poeta bastante prolífico y afortunado para anclar en el gusto popular, pero su acomodo a lo establecido en materia literaria, el acusado facilismo en la construcción versal y la poca profundidad en el análisis que precede a la síntesis lírica de los temas que abordó, muchos de ellos de interés social, no permiten calificarlo como un poeta mayor, aunque nunca está dicha la última palabra por la propia caducidad que tienen las “lentes estéticas” usadas para emitir juicios literarios.

Amén de estas consideraciones, en el entramado de su obra pueden encontrarse piezas que constituyen verdaderos oasis en la arena de la medianía:

“Ven, yo conozco en ignorada ruta
Bajo un follaje espléndido y umbroso,
Junto a las aguas de un raudal copioso
Una escondida gruta.
Aquí la calma y el misterio atraen,
Baja la luz por agrietadas bocas,
Y como perlas de las duras rocas
Límpidas gotas caen.
Tú que en las llamas de mis ojos ardes,
Tú que a mil mundos de esplendor me encumbras
Tú, siboneya que mi noche alumbras
Escúchame, no tardes.”

El erotismo eriza muchas de sus creaciones, en las que también ocupó un sitio la mujer y su posición de inferioridad en la sociedad, sin erigirse como decidido defensor de sus derechos. El propio hecho de haber cultivado la corriente nativista y su rescate del universo de los aborígenes como elemento configurador de lo cubano, ameritan su inclusión en el repertorio de nuestra literatura, valga citar la última estrofa de su poema “La musa” incluido en el libro mencionado:

“Si un nombre digno en tu Patria
Alcanzar tu lira intenta
Canta la historia sangrienta
De la aborígene grey.
Teje a los mártires indios
Una fúnebre corona,
El arpa vibra, y entona
Los “Cantos del siboney””

Como vector del poema late la idea de que el poeta debe buscar su musa en la realidad de su patria presente y pretérita. Es significativo como el siboneyismo de Fornaris, al remontarse a las raíces fundacionales de la nación, que parten de la dolorosa experiencia de la explotación y el trato realmente “salvaje” recibido por los aborígenes a manos de los conquistadores españoles, tributa al antiespañolismo y a la adopción de una posición política con la cual fue bastante consecuente a lo largo de su vida, sin dejar de sortear hábilmente contradicciones frontales y coyunturas conspirativas.

Puede rastrearse esta línea expresiva de denuncia en su obra, con la mención a los “mártires indios” y otro de sus poemas “A los mártires” que condena el fusilamiento de los estudiantes de medicina. Fornaris es uno de nuestros poetas olvidados, en cuya obra, aunque no alcanzó un puesto firme en la literatura cubana, destacan algunas piezas como cúspides, y esta es precursora en cuanto al rescate de la autoctonía.

La poesía nativista, aquella que daba cuenta de lo propiamente cubano en el ámbito de la naturaleza y la representación espiritual de la Isla y sus habitantes, había acompañado siempre a las expresiones de lirismo popular; pero más tarde sería incorporada también a la creación poética más culta. El nativismo inicial, aunque constituía una loable aproximación a “lo insular”, acarreaba cierto exotismo importado, inscrito en la corriente romántica, que no se adentraba todavía en el meollo de nuestra identidad, amalgama de las individualidades y colectividades que poblaban nuestro territorio, y primaba una visión idealizada de la vida campesina y las tradiciones indígenas, aunque esta convivía con el realismo costumbrista en la aproximación a sus interioridades.

Roberto Manzano, en una obra recién publicada que recobra y festeja la tradición lírica nacional, se refiere a la gestación de esta vertiente poética: “El divertimento propio de la lírica, tan saturada siempre de carácter lúdico; los viejos tópicos de la huída del mundanal ruido, de la paz sosegada y benéfica de lo natural, de la superioridad de lo salvaje, de la vinculación sagrada a una estirpe; la aspiración de cuajar una expresión popular, que ya había comenzado con resultados felices; la alegría que implica el acto de fundar, de la que toda la poesía de aquel momento se hallaba imbuida; la presencia en cada ámbito de las huellas indígenas y las peculiaridades del campesino que las había heredado, que ponían sobre el tapete lírico dos figuras emblemáticas: el cacique y el guajiro; la necesidad de perfilar lo que venía implícito en la reciente tradición, que sustentaba la existencia de tres ejes simbólicos para el panteón del nuevo imaginario: la mujer, la patria, Dios, y de que una atmósfera de viva propagación cubriera esos ámbitos: la libertad; todos estos elementos soldados, en la unidad deseosa de la plasmación, y en los contactos eléctricos de las conciencias más lúcidas y enérgicas trabajando para construir una nación, produjeron la poesía del criollismo y el siboneísmo, vale decir, de nuestro nativismo como escuela constituida, que cristalizó lo que venía y sobreviviría de múltiples maneras.”

Estas corrientes estaban indisolublemente asociadas a la naturaleza y a una libertad de movimiento dentro de esta que contenía ya añoranzas de libertad política. El criollismo, que precedió al siboneyismo, aborda la vida campestre y al guajiro como protagonista del espacio rural, con sus costumbres y valores, pero transformado por la óptica citadina y culta. El siboneísmo, o siboneyismo, como denominan otros estudiosos a esta corriente, intenta rescatar las tradiciones aborígenes e incorpora muchas de sus expresiones lingüísticas, diluidas en las comunidades por efecto de los siglos, sumado al atroz proceso de colonización.

Aunque estas dos corrientes pueden abstraerse en las investigaciones, en la práctica poética ambas líneas estaban estrechamente imbricadas, el criollismo heredaba ya toda la tradición de la décima popular, de amplia difusión en las capas populares de la colonia y la oralidad del repentismo campesino, que amenizaba fiestas rurales y actividades lúdicas. Asimismo, los depositarios de los remanentes de la cultura aborigen eran precisamente las colectividades campesinas, por lo que ambas tendencias tienen un origen común y terminarían fluyendo hacia el mismo fin poético.

Con estas corrientes la poesía se adentra más en la inversa espiral de búsqueda de la cubanía, no solo a través del paisaje sino en su aproximación a la faz e idiosincrasia de los seres que poblaban la Isla, o habían morado en ella en el caso de los aborígenes, cuyos rostros anónimos estaban ya en el basamento espiritual de la nación. Se le reprocha a la poesía nativista haber obviado al negro, la esclavitud, la desgracia y la grandeza colectiva de este vasto grupo humano; sin embargo estas consideraciones extraliterarias no toman en cuenta que ninguna manifestación humana puede escapar totalmente del cerco de su época y la conciencia social dominante.

Estas vertientes contaron con cultores asiduos y más ocasionales, como los propio José Jacinto Milanés y Plácido; José Fornaris por su parte se dedicó de lleno a esta expresión; pero no es hasta la madurez de la obra de Juan Cristobal Nápoles Fajardo, el Cucalambé, que ambas expresiones se aúnan y entran al cauce de la lírica culta con total autenticidad.

Gertrudis Gómez de Avellaneda y Luisa Pérez de Zambrana fueron sin dudas las voces más altas de la lírica cubana femenina de esta etapa. Gertrudis Gómez de Avellaneda, quizás por su larga estancia fuera del territorio nacional y el inevitable alejamiento de sus esencias, o también por su actitud vital de mujer enérgica, que tuvo resonancias de rebeldía en muchas de sus piezas, no se erigió en modelo literario en el marco de la Isla. Luisa Pérez de Zambrana si contó con algunas seguidoras y en este sentido su propia estética influyó en el cultivo de la poesía por otras mujeres de su tiempo.

Las reminiscencias de su estilo están de algún modo presentes en Úrsula Céspedes de Escanaverino (1831 – 1874), Adelaida de Mármol (1838 – 1857) y su propia hermana, Julia Pérez Montes de Oca. También escribieron en este período poetisas no tan relevantes, pero que contribuyeron de algún modo a darle rostro a la poesía femenina, valga citar a Brígida Agüero, Merced Valdés Mendoza, Luisa Molina y Belén Cepero.

Úrsula Céspedes de Escanaverino, fundó en Bayamo una escuela para la enseñanza femenina, publicó poemas en diversos periódicos, como “Semanario Cubano”, “El Redactor de Santiago de Cuba”, “La Regeneración”, “La Antorcha”, “La Alborada” y otros en distintas regiones del país. Sus versos traslucen la interpretación emotiva de la naturaleza y algunos alcanzan tonos elegíacos afines a los de Luisa Pérez, pero cultivó también un criollismo no exento de humor, y su visión de la mujer fue quizás más fresca y menos ligada al “deber ser” que la de Luisa, aunque no alcanzó la altura lírica de esta. Resultan ilustrativas las siguientes estrofas de su poema: “El amor de la serrana”:

“En la cúspide más alta
Que hay en la Sierra Maestra
Está mi choza, y demuestra
Que en ella nada me falta.
Aquí el arroyuelo salta
De peña en peña hasta el valle
Y por una y otra calle
De naranjos y limones,
Van prendiendo corazones
Serranas de airoso talle.
(…)
Me dijo cuando lo vi
Que yo era para él un cielo
Y que era negro mi pelo
Como el cuello del totí.
Que no andaba por aquí
Otra tan linda serrana,
Y añadió: Desde mañana
Si compadeces mis penas
Serán tuyas mis colmenas
Y serás mi soberana.
(…)
Y mientras yo noche y día
Lloro a torrentes aquí,
Muchísimo mal de mí
Dicen en la serranía.
Pues solo al ver la falsía
Que mal mi rostro demuestra,
Con lengua torpe y siniestra
Dicen que soy la serrana
Más voluble y casquivana
Que hay en la Sierra Maestra.”

Adelaida de Mármol falleció realmente muy joven y no tuvo tiempo suficiente para cultivar su don poético; sin embargo las pocas obras suyas que se conservan poseen un acento ingenuo y apacible en las descripciones de rasgos de la naturaleza y una religiosidad espontánea que en cierto modo remiten a la lírica de Luisa Pérez, a quien dedicó un soneto titulado “Al conocer a Luisa”, cuando conoció a la poetisa en Santiago de Cuba. Al parecer publicó un poemario, titulado “Ecos de mi arpa,” que no ha sido encontrado hasta el momento, y otros sueltos que se publicaron en revistas habaneras.

La figura más importante de las citadas en este acápite es la propia hermana de Luisa Pérez de Zambrana, Julia Pérez Montes de Oca, de quien destaca su devoción religiosa, patente en el poema “A Dios”, así como su empatía con la naturaleza y las pequeñas criaturas que en ella viven, como puede apreciarse en sus poemas “A un colibrí” y “Al Campo”, del cual se reproduce la última estrofa:

“¿Quién de la inspiración sintió el halago
Que no encontrara en ti dulce recreo?
¿Qué dolor o deseo
No templan tus flotantes arboledas,
En cuyas altas ramas olvidado
Llora el amante ruiseñor? ¿Quién pudo
Contemplar su belleza,
Que en sublime tristeza
El pecho no sintiera enajenado,
Y a qué sensible corazón no encanta
De tus rústicos templos
El mágico rumor que se levanta?”

José Lezama Lima prefirió entre sus poemas el titulado “La tarde”, expresa sobre su autora: “Julia Pérez tiene una especial significación dentro del romanticismo, donde no es muy frecuente la preocupación tradicional, de perseguir lo mejor de una tradición, que no se extingue porque sus raíces están muy soterradas” y refirió además: “Sorprende que dada la vida que tuvo que llevar Julia Pérez, de tristeza y retraimiento, vida de intensa frustración, tuviera un regusto por la lectura de clásicos, versos compuestos con moroso cuidado y mantener un equilibrio exquisito entre el sentimiento y la forma. Tanto Luisa como Julia son poetisas dolorosas, pero Luisa llora lo que adquirió y perdió, Julia, por el contrario, lo que nunca pudo ser suyo, aquello que tuvo con ella un roce engañador, un amor imposible con uno de los poetas de la época, todo lo que dejó en su vida una cicatriz de la que nunca pudo recuperarse”

Luisa Pérez Montes de Oca –adquirió el apellido Zambrana al contraer matrimonio con Ramón Zambrana y Valdés, destacado médico e intelectual que contribuiría a su formación literaria y a la divulgación de su obra- se destacó fundamentalmente por el cultivo de la lírica, en la que alcanzó una expresión sencilla pero sólida desde el punto de vista estético, sin los retoricismos de la primera etapa romántica.

Su producción narrativa se ha obviado en la mayor parte de los intentos exegéticos de su obra, en líneas generales estuvo dotada de los mismos atributos de sencillez y naturalidad en la lengua y en su trasfondo afectivo. La mayor parte de esta apareció en folletines de prensa, como ocurrió con parte de su novela “Angélica y Estrella”, cuyos capítulos fueron publicados en “El Siglo”, 1864 y “El Mercurio”, 1876. “La hija del verdugo” apareció en “Revista del Pueblo” en 1865 y la primera parte de su novela “Los Gracos”, se publicó en el Diario de la Marina.

“La hija del verdugo” fue una de las piezas narrativas que más atrajo la atención del público, quizás desatendida por tener poco que ver con las situaciones y locaciones de la Isla. Aunque todo el argumento se desarrolla en Europa, ello solo está enunciado pues el relato posee poco anclaje en aspectos territoriales concretos y resulta fácilmente generalizable, tanto con respecto a la condena a muerte que pesa al inicio sobre uno de los personajes protagónicos, Sir Carlos Schiler, a causa de sus ideas políticas, como a la estricta división de la sociedad en clases, donde la nobleza ocupaba la absoluta preeminencia.

En este sentido, el citado personaje llega a cuestionarse: “¿Qué orgullo puede tener sobre la nobleza de su sangre el que ha de derramarla sobre el tablado de un patíbulo?” ,e introduce un cuestionamiento a esa división clasista pero el mismo termina cuando la hija del verdugo, Olivia, después de contraer matrimonio con Sir Carlos Schiler, decide instruirse, y más que instruirse, adquirir los hábitos y modales propios de la nobleza para estar a la altura de su esposo.

La novela encaja en los postulados estéticos de la segunda generación romántica, se aprecia en la secuencia relativa a la prisión de Carlos Schiler, una visión trágica de la vida a partir de la proximidad de la muerte en plena juventud, tan visitada por el romanticismo. En esta secuencia resulta llamativa –dada la sencillez expresiva de la autora- una elevada carga adjetival que va cediendo a medida que la narración adquiere sustancia.

Aquí están presentes algunos elementos que configuran su perspectiva sobre la femineidad, en sentido físico y moral. Insiste a través del personaje de Olivia en el sacrificio e idolatría hacia el cónyuge como modelo conductual, el cual le otorga la recompensa final del amor. Resulta positivo el mensaje en cuanto a la necesidad de educación en la mujer, aunque la vea más bien como medio de obtener el aprecio de un hombre.

José Martí, tocado por su obra pero más por la personalidad de la autora, afirmaría: “Es Luisa Pérez pura criatura, a toda pena sensible y habituada a toda delicadeza y generosidad. Cubre el pelo negro en ondas sus abiertas sienes; hay en sus ojos grandes una inagotable fuerza de pasión delicada y de ternura; pudor perpetuo vela sus facciones puras y gallardas, y para sí hubiera querido Rafael el óvalo que encierra aquella cara noble, serena y distinguida. Cautiva con hablar, y con mirar inclina al cariño y al respeto”